Carlos Pellegrini, 40 años después del inicio de la aventura de preservar el Iberá

Carlos Pellegrini, 40 años después del inicio de la aventura de preservar el Iberá

Llegar a Carlos Pellegrini 40 años atrás no era fácil. Salir tampoco. Recorrer los Esteros del Iberá, a partir de la laguna de las aguas brillantes, era solo para expertos. Expertos nacidos, criados y conocedores de esas aguas, embalsados, pajonales, esteros y montes. Los peligros e incomodidades no se limitaban solamente a los caminos -a menudo intransitables-, también se le sumaban la falta de comunicación y energía (por aquel entonces sólo un “motor” abastecía de “luz” al pueblo desde la caída del sol y hasta poco antes de la medianoche). Internarse en esos laberintos de agua y vegetación era un camino de ida seguro, pero de regreso incierto.
Historia de hombres, baqueanos de la zona, que entraron y nunca más volvieron, hay muchas. Pero más son las historias de los que volvieron. Lo hacían detrás de su recompensa, que no los hacía ricos, pero les permitía vivir. Esos hombres corrían su vida en un Carlos Pellegrini aislado. Marginado de todo, como decenas de otros pueblitos correntinos de esas épocas. No eran más de 500 habitantes por aquellos tiempos. Vivian mariscando. Cazando y pescando todo lo que le pueda significar un peso que le garantizara la supervivencia.
Por aquellos años, fines de los 70’ principios de los 80’, se calculaba que 1.200.000 pieles de distintas especies eran sacadas de la zona del Iberá y entregados a acopiadores, algunos de ellos hoy empresarios o políticos de la zona que parecen haber olvidado su pasado. Pagaban monedas, pero cobraban miles. Percibían gigantescas ganancias.


La gran mayoría de los jóvenes nacidos en el pueblo, debían buscar otros rumbos o destinos. El camino era ser cazador, peón de campo o emigrar. No había más alternativas. La mayoría, optaba por la más triste de las decisiones: abandonar ese pueblito de casas con galerías bajas, alejadas una de las otras y rodeadas de calles arenosas, donde a las 10 de la noche, cuando se apagaba el motor de la “usina”, el silencio lo invadía todo y la luz de los candiles a kerosene o aceite pasaban a competir con las luciérnagas.
Por esos mismos años, un grupo muy chico, no más de cinco o seis personas, comenzó a pergeñar la protección de la región. El primer paso fue una idea brillante: convertir a esos mariscadores, cazadores, en guarda faunas, en defensores de la naturaleza y de las especies que, hasta ese momento -muerte mediante-, les garantizaba su subsistencia.
Ese fue el primer exitoso paso de esa hermosa locura que comenzó por aquellos años: proteger el Iberá. La “familia” se fue agrandando, la conciencia le fue ganando terreno a la muerte y la destrucción, y una cosa llevó a la otra. Y de la depredación se pasó a la casi veneración de las especies nativas. Y aparecieron las primeras hosterías. El camping a orilla de la laguna, el centro de interpretación, las autoridades que comenzaron a pensar en ese lugar como un destino turístico internacional, exclusivo.
Los jóvenes, y no tan jóvenes, dejaron de irse. Comenzaron a contar sus historias, a convidar sus platos locales, a relatar que era lo que los turistas veían sin entender mucho. Los “pellegrineros” comenzaron a darse cuenta de que estaban para más, de que se animaban a más.


El ejemplo comenzó a correr por la provincia y muchos otros pueblos, vieron en Carlos Pellegrini el espejo en que mirarse, tarde o temprano, para comenzar a tomar el mismo rumbo.
Alcanzan los dedos de una mano para contar los aventureros de hace 40 años que aún continúan en la lucha. Un par de ellos ya están retirados pero la mayoría, ya partieron. Hoy son más de 2.000 los habitantes de la primera colonia ecológica de la provincia, la mayoría vive del turismo. Sí, del turismo: guías, lancheros, cabañeros, Cocineros del Iberá, empleados de las hosterías y cabañas, del Parque, los guardafuanas, los dueños de los caballos. Así, una larga lista de orgullosos “pellegrineros” que no se quieren ir mas de su pueblo de casas bajas y calles arenosas, donde ya no se escucha aquel motor de la “usina” al atardecer, pero al que sigue siendo una aventura llegar por los difíciles caminos, y está muy bien que así sea, ojalá eso nunca cambie.